No descuidé en avisar que nada más sentir las caracolas en las sueltas, recogería rápido y, sin pasar siquiera por la merienda, cambiaría la terna de monte por la de gala, había que ataviarse como corresponde para el enlace de mi hermana y Manolo, mi futuro cuñado. Por fortuna no ocurrió ninguna de las miles de cosas que me suelen suceder cuando llevo prisa y hay gente esperándome. Angelillo estaba también avisado por lo que deseé que no tuviese complicaciones y recogiera bien.
En el mismo puente del Arroyo de la Baja, antes de llegar al cortijo de El Pedrejón, nos desviamos de la carretera. Pronto empezaron a quedarse puestos cerrando toda aquella huida de la carretera, porque La Baja esta abierta y el cerrar como es debido es tremendamente importante para el éxito final de la montería. Manolo, uno de los hijos del guarda y postor de aquella armada, me indicó la tablilla, me insistió en que marcará bien las reses a sabiendas de que cuando viniera levantando la armada lo más fácil es que ya no me encontrase allí.
Me descolgué por el carril, buscando el arroyo, una vez lo había cruzado, a media falda estaba la chapa del once del Tamujar, colgada de una de las ramas de un chaparrete. Por delante las caídas de dos cerretes pobladas de chaparros y acebuches, el carril y la caja del arroyo, una preciosidad. Además a izquierda y derecha sendas caras donde llegado al caso podría también tirar aunque a decir verdad estaba largo. Por ponerle un pero, la lástima que da ver el campo tan seco, tenía que llover pronto.
Poco tiempo llevaba allí cuando al rato de desfilar los coches de una armada por frente de mi postura, un venao de pico se detuvo encampanado en el mismo carril. Las traviesas estaban entrando en la mancha y las reses comenzaban a moverse. No lo dudé y cayó de un buen tiro en los mismos pechos. No cabía en mi, el estreno oficial de mi regalo de pedida con un venao en La Baja. Fue de los primeros tiros que se sintieron.
Pronto se soltó, el terreno estaba duro y el agua desaparecida de los arroyos. Los perros se apoderaron del monte. Ladras, carreras y voces se apropiaron de aquellos preciosos barrancos y salvajes cerros de la mancha que cazábamos. Las reses rebozaban por todos lados, los cordones se veían correr a larga distancia. El tiroteo comenzó a sentirse en todas direcciones.
Los perros empezaron a dar cara por el once del Tamujar. Otro venado asomó por el viso sin llegar a descolgarse en mi dirección, al poco sentí los tiros del doce al que si debió cumplirle. Los perros trasteaban el corono del testero que dominaba y arrancaron un venao por la derecha. Ágil y certero me quedé con él en un lance nada fácil por lo complicado de clarearlo entre las copas de los chaparros y lo seguro de su corrida. El segundo venao y la emoción me inundaba.
Los perreros asomaban pecho enfrente, eran rehalas de paterninos que no llegué a distinguir, seguramente de la zona de Sevilla. Alguno de mis perros asomó y es que Angelillo no soltó muy lejos de donde yo estaba. Faldeando discurrieron de derecha a izquierda, marcándome el segundo venao al pasar por él. Los tiros no cesaban y atento no perdía vista de aquel puesto tan amplio y bonito, más aun consciente de que si corría algún marrano por ahí debía estar muy pendiente pues se me podía colar fácilmente.
Al volcar de los perros se calmó unos instantes la mañana. Poco duro. Dos de mis perros, la Violetilla y el Pocholo asomaron en collera y trastearon cazando el morro, en lo más espeso de monte, en una leve cañailla, sin poder explicármelo, dieron con un venao. Lo apretaron con afición mientras vibraba emocionado, cuando quise acordar, estaba saltando el carril. Lo dejé bajar y entre el carril y la quebrá me quede con él. Al instante llegaban los dos perros al venao mordiendo satisfechos por una bonita faena con el mejor final. Pelos como escarpias, el corazón faltó poco para que se me saliese por la boca, realmente un cúmulo de sensaciones difíciles de transcribir.
En la soledad de aquel momento me acordé mucho de Cristina. Solo pensaba en llegar y poder relatarle un lance tan inolvidable, con dos de nuestros perros como protagonistas y ocurrió en una finca especial, siendo el broche de oro de un puesto memorable. Ya tocando la jornada a su fin, entre mi puesto y el anterior, el diez, saltó un venao que recuerdo bonito, mayor de los que había visto hasta el momento. El vecino lo tiró y aunque hubo un momento de la corrida que pude haberlo tirado, era su lance y esos momentos hay que respetarlos.
Tras este último venao tirado por el puesto de al lado y sintiendo las primeras caracolas, me dispuse a marcar los venaos, recoger los chismes y aligerar camino de Córdoba. Como había recogido rápido aun pillé varios puestos de la armada aun en su tablilla, explicándole mi prisa y haciéndoles hincapié en que en el número once había marcadas tres reses, para que el postor lo tuviera en cuenta a la hora de recoger la armada.
Sin ningún contratiempo o imprevisto, gracias a Dios, llegué más que de sobra para cambiar ropa de campo por traje de pingüino. Cristina esperaba nerviosa desconfiando de mi formalidad a la hora de salir del monte para volver al incómodo mundo urbano. Mis padres respiraron tranquilos, a la par que mi hermana. Su hermano en un día memorable había cobrado en un puesto tres venaos, por primera vez en su vida, y a continuación estaría casando a su hermana.
Faltaba el eslabón de los perros para que el día fuese redondo, y fue el que falló. En los aperitivos llamé a Angelillo, estaba saliendo de vuelta para la perrera, tras mucho esperar en la suelta. El Fósforo se había quedado allí, la mancha estaba sopada de reses y había un esturreo considerable de perros. Le habían comentado que lo vieron correr tras un venao en una de las lindes de la finca pero nadie lo había vuelto a ver.
Tras ser visto en un par de ocasiones por gente de la zona en los alrededores de San Calixto y habiendo ido en su busca sin éxito, el perro desapareció y dejo de verse. Mucho rebobinamos Ángel, Cristina y yo sobre el Fósforo, pero como bien nos decía nuestro perrero, si el perro esta de aparecer, aparecerá. La realidad es que el hecho de ser uno de los que en su día bautizó Cristina y además, apuntaba maneras, hacía que el digerir su desaparición fuese muy difícil.
Con la perdida del Fósforo asumida, un buen día, al cabo de treinta días, Miguel, un amigo de Pozoblanco me llamó. "¿Rorry, tu tienes un perro perdido?". En efecto, apareció. El perro lo había cogido, no sin maña, un pastor de Los Morenos, una de las aldeas de Fuente Obejuna, comunicándoselo a su veterinario, precisamente mi amigo Miguel. Sin pensarlo, cogí el coche y fui en su búsqueda, poniendo así el mejor final a uno de los días importantes tanto familiar, con el casamiento de mi hermana, como cinegeticamente, con una montería inolvidable. Por cierto el resultado final de la mancha La Umbría de La Baja fue realmente bueno, cobrando más de un centenar de reses.
Me quedó el volver a ver aquel cortijo tan estratégico y añejo, que aunque borroso, aun lo conservo en la memoria. Revivir los lances con los demás monteros durante la merienda, contar y escuchar como hemos vivido la montería por unos y otros. Intercambiar opiniones sobre como se cazó y como trabajaron los perros, y por supuesto disfrutar de un tapete de reses espectacular, en una sierra única y con un sabor especial como lo es Hornachuelos. Todo ello gracias al cuidado de lo auténtico por parte de Roberto, al que hay que valorar que se preocupe de hacer las cosas como Dios manda.